Remigio era sin duda un tipo con suerte. Pese a que
sus cincuenta años no había conocido el amor de mujer alguna, si había podido
sin embargo conocer el amor.
Su principal ocupación había sido siempre el huerto
y era el delicado mimo hacia sus hortalizas y frutos quien le había proferido
en el pueblo la fama de "chalao". Quienes paseaban frente a sus tierras, podían
observarle llamando a cada tomate por su nombre. Los más curiosos resultaban los días " baptismales". Se proveía de su regadera plateada y sobre alguna lechuga
o algún pimiento, profería unos salmos sólo inteligibles para él, no obstante
su locura, no le había hecho perder amigos sino todo lo contrario. Remigio
contaba innumerables y buenos amigos, quienes se acercaban para escuchar sus
inverosímiles historias.
Podía pasar horas alrededor de un fuego explicando
porque a aquella sandía llamó luna sangrienta o porque al pepino que estaban
degustando le había llamado Pepe. Remigio anhelaba haber tenido hijos y a su
edad, daba el tema por zanjado pero afirmaba que en su defecto, cada una de las
semillas plantadas en su huerto eran un hijo suyo. Las alimentaba, saciaba su
sed y cobijaba del frío. Profería a cada una de ellas un cuidado especial y si
acaso alguna enfermaba no dudaba en pasar días y noches a su lado controlando
su estado y evolución.
Remigio sin embargo, sabía que no estaba loco pero
aceptaba ser un ser despiadado. A la entrada de su huerto podía leerse un cartel
que decía: " el hambre reduce el canibalismo a mera locura".
" Nadie puede devorar a otro ser vivo sin haberle dado antes algún tipo de muerte y no estar loco"
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